28.9.06


Bilardismo
(algunas paradojas de la cultura argentina)


Bilardo, Carlos
Futbolista. Director técnico.
Bs. As., 1942
Como director técnico de la Selección nacional (1983-1990), conquistó la Copa del Mundo en 1986 en México y el subcampeonato en 1990 en Italia. Aplicando las enseñanzas de su maestro Osvaldo Zubeldía, técnico del Club Estudiantes de la Plata en la década del sesenta, revolucionó la estrategia de juego tradicional, a nivel de seleccionado (...).
Diccionario de los argentinos, hombres y mujeres del siglo XX (publicación del diario Página/12, Buenos Aires, 2001).



Algún lector iniciado se adelantará y pensará tal vez en la siguiente paradoja, ya canónica. Menotti, hombre de izquierda, intelectual, progresista, fue el director técnico de la selección nacional de fútbol de la dictadura militar, durante un mundial rodeado de campos de concentración y otro en plena guerra de Malvinas. Bilardo, en cambio, hombre alejado de los menesteres de la retórica, llevó a la selección a dos triunfos extraordinarios (el campeonato del ’86 y el subcampeonato del ’90) en plena democracia recuperada y bajo dos gobiernos distintos.

Más allá de esto, que no constituye para nada un dato menor, me interesa analizar qué subyace en las concepciones del fútbol de ambos contendientes clásicos. Menotti es relacionado con el fútbol ofensivo (pero practica el achique, actual eufemismo para la vieja trampa del offside), las individualidades creadoras (por lo tanto, un star system), la espontaneidad y la alegría del juego; pero los partidos de su selección, salvo excepciones, eran aburridísimos, Maradona nunca jugó bien en ella y, en definitiva, poco hay más triste que no ganar nunca. Bilardo, simétricamente, ha sido convertido en paradigma del fútbol defensivo (pero usa menos defensores netos), del esquema rígido (pero planifica cada partido según el rival), del juego colectivo casi anónimo (pero Maradona hizo maravillas en esa estructura). Primera paradoja o contradicción: el intelectual propone una tesis espontaneísta (por lo tanto, antiintelectual), y el rudo, una tesis intelectualista (por su fuerte contenido táctico, es decir, teórico).

Pero hay más todavía. Y lo principal, creo. Se sabe que, desde 1986, muchos equipos del mundo aplican el innovador sistema bilardista (líbero y dos o tres stoppers, laterales volantes, mediocampo muy concurrido, dos y hasta un solo delantero). Por lo menos, los equipos chicos, seguro. He aquí la clave. El método Menotti sólo funciona en equipos con jugadores brillantes, y siempre que éstos se inspiren y no tengan enfrente un equipo muy bien ordenado (pensar en los sucesivos fracasos colombianos). El método Bilardo puede ser aplicado por cualquier equipo con jugadores relativamente funcionales y sacrificados (no precisamente estrellas). Esto le viene, por supuesto, de su maestro Osvaldo Zubeldía. De ahí que selecciones como Rumania, Nigeria o Bulgaria lo hayan practicado durante años, hasta poder desarrollar una mayor experiencia internacional. Ya no hay —todos lo dicen— equipos chicos. Y esto es en gran medida un fruto del bilardismo (así como el Estudiantes de Zubeldía fue el primer equipo chico que les disputó su lugar a los grandes).

En otro nivel más profundo, el bilardismo implica un intento desesperado —y por lo mismo heroico— de neutralizar el azar; la utilización de las cábalas son parte de esto. Además, cuando se reivindica una estética del fútbol, ¿por qué, precisamente, habría solo una?. Ésta es, por lo tanto, la paradoja central. Menotti, intelectual progresista (que elogia conservadoramente el fútbol de antes), propone un sistema elitista, a lo sumo anárquico. Bilardo, calificado por los plateístas del café como picapiedras, ha instalado, guste o no, un sistema que socializó el éxito futbolístico, acortando las antiguas y sagradas distancias entre equipos grandes y equipos chicos, protagonistas y comparsas, fuertes y débiles, ricos y pobres.

Por Pablo Valle

20.9.06



Riquelme, Verón, el juguete y los males de nuestra historia

Riquelme tiró su escupitajo final y decidió abrirse de la selección para cuidar a su vieja. Objetivo loable, si esa fuera la verdad. La verdad, de todos modos, no importa. Hay un tiempo en las que las decisiones sobre el deporte y sobre el fútbol no tienen peso. Estamos atravesando ese tiempo, los meses posteriores al Mundial de Fútbol son anodinos, intrascendentes. Si hasta perdimos por goleada con Brasil y nadie se mosqueó.

Sin embargo en nuestro país hay vivos de diverso tipo, oportunistas que aprovechan todas las ocasiones para filtrar el dedo carroñero para hurgar en las miserias y acopiar algo más; nadie sabe qué. Todos somos oportunistas y aprovechamos la ida de Riquelme para descargar frustraciones, exorcisar sensaciones de tristeza, algunos lamentaron su pérdida y levantaron la ambigua bandera del fútbol. Yo desde atrás, observando estratégicamente el panorama, dejé pasar unos días para arremeter con mi objetivo: la vuelta de la Brujita Verón a la selección.

Quiero decir que para mí es el mejor jugador del fútbol argentino. Así como está, con una lesión en la espalda, es superior a Messi por varios cuerpos. El motivo que voy a dar no es que el Real Madrid le haya ofrecido cinco millones de euros por año para su fichaje, ni que el Inter estuviera decidido a darle medio equipo al Chelsea a cambio de que la Brujita se quedara en Milán. Tampoco que Boca y River, equipos menores en el contexto planetario, babearan hasta la ignominia por tenerlo tan sólo unos meses con su camiseta. Para mí, el motivo más importante es que de todos los muñequitos que lanzó Coca Cola para el Mundial 98 con la figura de los jugadores de la selección de Passarella, el más difícil e inhallable es el de Juan Sebastián Verón. A ocho años de aquella experiencia, todavía podemos ver en las vitrinas de los anticuarios de juguetes a casi todos esos jugadores: el Cholo, el Ratón Ayala, Sensini, Ortega, el Piojo López (facilísimo, hay un montón). Pero de la Brujita ni uno, hicieron muy pocos. Siempre hay una figurita difícil y en ese caso fue Verón, una decisión de marketing acertadísima por parte de los creativos de Coca Cola porque dió cuenta de la real dimensión de su figura. Hoy ese muñequito se está vendiendo en los remates de Internet por más de doscientos pesos.

Estamos hablando de un tipo impredecible en la cancha, guapo y de una fineza y elegancia que encantan el ojo del hincha de fútbol. Rudo, artero y a la vez exacto en el pase gol. Es aquel tipo frío, preciso, equidistante; que se aferra como puede a un equilibrio para soltar ese aire de genialidad para mandarla a guardar y luego ir a gritarlo con las tripas sólo a unos pocos. Es el que ama a su hinchada -lo sabemos, no es la argentina- y que se agarra del alambrado para sentir. Y esos pocos, los suyos, nosotros, sentimos con él y nos dejamos llevar hacia no sabemos dónde. Es un líder, el conductor del equipo y el general de un aguerrido ejército dispuesto a ser conducido, sin más, hacia el abismo.

Verón es el mejor jugador argentino y Basile lo sabe. Lo sabe el Diego y lo sabe Grondona. Pero la gente no. Una masa informe e ignorante lo condenó por un gesto que denotaba una estirpe. Y entonces le cayeron encima, lo crucificaron. Lo denostan pero se enfurecen porque no pueden dejar de admirarlo. Volvió a las canchas del fútbol argentino en una expresión de generosidad y grandeza pocas veces vista y como devolución nos encontramos con el exabrupto y la mezquindad de una multitud que no sabe de otro goce que el de pertenecer a una masa sin identidad, sin nombre y sin historia. Una masa que es violenta y a la vez cobarde, que es ignorante y es la responsable de los peores males de nuestra historia, que posibilitó que nuestro país cayera en las oscuridades más profundas y que miró para otro lado cuando los más valientes caían en las garras criminales. Ayer condenaron a Etchecolatz por genocida, alguna vez habría que hacer algo parecido con Menem. El pueblo argentino también merece su juicio y su condena. El rastrero pueblo argentino, me cago. Y me cago en todos los que lo adulan y no se animan a señalar que ese pueblo, alguna vez visto utópicamente como revolucionario, no sirve para otra cosa que para que la mierda siga existiendo para
siempre.