Nunca he contado los segundos interminables de la larga carrera del Burru con la pelota al pie, pero todo cabe en esa agonía. Si Diego contra los ingleses hizo ese mismo camino y mucho más largo y acompañado/acosado por camisetas blancas con todos los números, era Diego. Fue y lo inventó, lo hizo cagándose en todo. Pero Burruchaga no, Burru soy yo, es cualquiera de nosotros. Por eso necesito a Peter Handke a mi lado para que acompañe la vacilación alemana del pobre Schumacher entre salir o no, porque yo y otros millones nos concentramos en Burruchaga que va (vamos) corriendo con el último defensor, ese Briegel, muy atrás, pero con la marca del miedo en los talones. Y corre con la pelota al pie.Toda una vida está jugada ahí: Burruchaga tiene (demasiado) tiempo para pensar; sabe, siente que le ha tocado a él, que no habrá otra, que todo tendrá sentido o dejará de tenerlo en unos pasos más. Es jugarse la vida a un toque contra el miedo. Y Burruchaga sigue, ni mira a los costados –después verá, por la tele, que Valdano se mostraba solo a su izquierda, que Briegel le olía ya la nuca, que la araña del Azteca también lo perseguía...– y demora, demora hasta el final cuando sale Schumacher y entonces sí –leve, definitivamente– con seguro miedo, con respeto al pánico, con la punta del pie y del alma, la toca. La pelota pasa por debajo de la panza de la muerte.Y es gol.
(Extraído de La patria transpirada.)
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